jueves, 7 de abril de 2011

EROTISMO







En los albores del helenismo aparece este nuevo soporte para las escenas eróticas que se seguirá usando en Roma: los espejos. El espejo, al contrario que las copas o jarras del banquete masculino, es un objeto de uso femenino (o funerario). Tal vez sirviera a la mujer para recordar cuánto debe esforzarse o, tal vez, como sugiere A. Varone, las imágenes eróticas de los espejos ayudaran a estimular la libido femenina durante las tediosas horas de acicalamiento. Convendrían sobre todo a las heteras, «las compañeras» que deleitaban a los hombres en el banquete. La comedia latina nos pinta un cuadro muy vivo del tiempo que gastaban estas mujeres arreglándose para sus clientes. Adelfasia le dice a su hermana: «Sí, desde el amanecer hasta esta hora no hemos tenido, tú y yo, más que una ocupación: bañarnos, frotarnos, secarnos, prepararnos, pulirnos, repulirnos, pintarnos y adornarnos; y además, ¡se nos ha dado a cada una dos sirvientas que han estado durante todo este tiempo lavándonos y volviéndonos a lavar, sin contar con los dos hombres que se han deslomado para traernos el agua! No me reconvengas, te lo ruego; ¡cuánto trabajo conlleva una sola mujer! Pero encima dos... ¡estoy convencida de que bastarían para dar trabajo a todo un pueblo!».
Las imágenes como preparación de una atmósfera propicia al sexo son frecuentes en el mundo romano. Y, más aún, inventaron una imaginería erótica mucho más sofisticada que la griega: el sexo como espectáculo, el voyeurismo, el sexo en catálogo, el exhibicionismo, el sexo acrobático... Veamos otro espejo, esta vez del siglo I d. C. [58], donde encontramos una postura muy del gusto romano, variante del a tergo de los griegos, pero con los amantes tumbados, recostados en este caso en una bella cama alojada en una lujosa estancia con los restos de un banquete. La mujer está cubierta con toda clase de adornos y joyas, todo los sitúa en un ambiente refinado y placentero, que eleva el tono erótico hacia el lujo y la sofisticación aristocrática. Visualmente, la postura que adoptan parece profesional, como dos actores por-no delante de una cámara, y en el fondo del vaso se dibuja otro elemento más de excitación, un pequeño cuadro con puertecitas con una escena erótica, una pareja acoplada a la griega en la posición «de la leona».
Un camafeo reproduce un cuadrito de este tipo [59].Aquí la postura es más difícil y el ambiente lujoso se sugiere simplemente con un candelabro que se imagina metálico. Muchos cuadros de este tipo aparecen representados en terracotas, en pinturas romanas, o mencionados en los textos como tabulae configúrete Venerís. Antonio Varone los ha descrito muy bien1". Reproducen escenas con amantes copulando en diferentes posturas. Sus puertas permitían ocultarlos o descubrirlos. Pero no hay que pensar que la ocultación fuera para salvaguardar la mirada de gentes púdicas. Hay pinturas eróticas en Pompeya en las paredes de lugares muy visibles de las casas, como en el peristilo de la casa de Cecilio Giocondo con una pareja en el lecho observada por un siervo mirón. No, las puertas de estos cuadritos debían tener una doble función. Una, preservar estos objetos preciosos del polvo, del humo o del sol, y otra, provocar un refinado efecto erótico sorpresa, cuando se mostrara, al abrirse, en qué postura tocaba hacer el amor.
La mirada, la imagen proyectada. Esto es lo que descubrieron en el arte erótico los romanos. La mirada íntima entra en el juego. En algunas imágenes vemos a los amantes manejando espejos para verse el uno al otro, o a sí mismos en el movimiento amoroso. Ver a la amante desnuda es para los romanos un factor erótico decisivo, el cisne-Zeus estira y gira su cuello ante la bella espalda de Leda [60]; «al verte desnuda se erguirá de pasión mi miembro y cumpliré [siendo cisne] el cometido de un hombre». Así, la imagen que una hembra quiere proyectar en su compañero adquiere importancia. El tema preocupó por ejemplo a Ovidio, que da algunos consejos prácticos sobre cómo y en qué postura ha de mostrarse una mujer ante su amante en su Arte de amar: «Que cada una se conozca a sí misma; adoptad determinadas posturas según vuestro cuerpo; no a todas les cuadra la misma posición». En muchas escenas eróticas romanas la mujer se deja puesto el strophium para cubrir los senos [38] y tal vez presentarse así más insinuante o con mejor aspecto ante su pareja, y si además no es muy alta... «La que es pequeña, que monte a caballo: la esposa tebana, como era de gran altura, no cabalgó nunca sobre Héctor.» Sin embargo... «ante la que tiene un muslo juvenil y además unos pechos sin defecto, quédese el hombre de pie, y acuéstese ella en un lecho inclinado» [61]. La mirada es siempre masculina; la que ha de agradar y quedar bien a la vista es la mujer.
Ver y ser visto. Los romanos exploran además en su iconografía erótica la mirada del voyeur. En la copa Warren [42], mientras dos hombres hacen el amor, un pequeño esclavo abre la puerta y asoma la cabeza. La figura de los esclavos que miran, bastante frecuente en las imágenes de sexo romanas, es la que se utiliza aquí como icono del valor erótico del observar: «los esclavos frigios se masturbaban tras la puerta cada vez que a Héctor lo montaba su esposa». Considerados como algo perteneciente a la casa, como una mascota doméstica, era posible no experimentar ante ellos un sentimiento de pudor; pero el esclavo es a la vez un hombre o una mujer con deseos eróticos. Por lo tanto, el conocimiento por parte de los dueños de la excitación suscitada en el mirón, que por otra parte, como «objeto» integrante de la vida cotidiana, se podía ignorar tranquilamente, puede ser un factor, y así lo explotan las imágenes, de incremento de la pulsión de la libido15".
Y hay algo más. La mirada pública. En una lucerna vemos una imagen de acoplamiento acrobático [62] visualmente construido como un espectáculo. Al igual que los cuadritos eróticos con puertas, se ha supuesto que estas imágenes en las lámparas podían servir para iluminar noches faltas de imaginación. Pero estos objetos puramente cotidianos no se han entendido sólo como una ilustración sexual de la vida diaria. Algunos autores han observado con lucidez cómo muchas lucernas alojan representaciones de espectáculos públicos, especialmente contextos de gladiadores. Algunas lámparas de sujeto erótico muestran imágenes de enanos copulando o actos sexuales con animales, muy probablemente referencias visuales a representaciones públicas que agradaban a ciertos sectores de la sociedad romana16". Es conocido que en Roma (y en otras sociedades no tan antiguas) servían como diversión pública el exhibicionismo de ciertas anormalidades físicas, un entretenimiento muy popular, enanos, animales o seres deformes copulando con mujeres o representaciones de seres humanos con taras físicas, como el «poeta» con hidrocele que anuncia una orgía en las termas suburbanas de Pompeya, situadas en la calle que conducía hasta el puerto.
Una de las escenas de esta orgía es la imagen [63] en la que se muestra un ménage a trois con dos hombres y una mujer (lo habitual), los tres unidos simultáneamente como vagones de un tren. Otra serie de imágenes, todas bastante inusuales y transgresoras, rodean a ésta, entre ellas un extraordinario cunnilingus ya mencionado más arriba. Al principio se pensó que estas termas albergaban «algo más» en el piso superior. Antonio Varone lo explica bien161. Bajo cada una de estas irónicas imágenes eróticas había un número escrito, del I al XVI. En distintos lugares del mundo romano han aparecido fichas parecidas a monedas con un número (del 1 al 16) en una cara y una imagen erótica en la otra, que se conocen desde el siglo XVII como spintriae (prostitutas). Se ha pensado que pudieron utilizarse en los prostíbulos, donde estaban prohibidas las monedas con la efigie del emperador, o quizá como fichas de juego. Varone sugiere que las pinturas de las termas con su correspondiente número debajo pudieron servir como contramarca para que los clientes no olvidaran en qué determinado contenedor numerado (e ilustrado) habían depositado sus vestidos.
En el mundo clásico el pensamiento religioso, los hábitos sociales, la disparidad de papeles entre lo masculino y lo femenino, el desencuentro y encuentro de hombres y mujeres han conformado un peculiar arte erótico que se ha presentado aquí con economía y con honestidad. El tema es complejo y vasto y ha quedado sólo esbozado. No habrán encontrado en esta lectura un estudio sobre el sexo en el mundo griego y romano, sí un recorrido por el imaginario visual del erotismo clásico, donde los textos se han tratado y se han compuesto como ilustraciones con la intención de entender, explicar y, sobre todo, oír las imágenes.
Una observación última. En un ánfora ática de figuras rojas dos escenas se suceden. En la primera [64], un hombre sentado en el suelo levanta el vestido a una mujer; su mirada ya ha producido efecto en su anatomía. Si giramos el ánfora, vemos que en el otro lado [65] todo se consuma de forma «natural» con el mismo tratamiento cómico. La mujer vuelve la cabeza, ¿sorprendida? En muchas de las citas visuales de este libro hemos visto traslucirse el humor, el juego erótico, la risa. ¿Existe algún misterioso placer en la seriedad? En la cultura poscristiana el sexo suele tratarse corno algo muy serio. Y no sólo en los libros. En las imágenes eróticas o pornográficas que produce nuestra sociedad, ya sean estáticas o móviles, es muy difícil encontrar motivos humorísticos. Los griegos y romanos acompañaron con la risa gran parte de su ars erótica. ¿Por qué no? Entendieron que el erotismo, como el humor, son productos exclusivos de la mente humana.

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