Más tarde se presenta en Saint-Cloud el resultado del voto popular con el esperado “si” y la nueva Constitución es aprobada ese mismo día.
El dos de diciembre de 1804 en Notre-Dame todo está listo, flores se distribuyen por todo rincón de la catedral, las piedras, fuentes y estatuas de París han sido rociadas con cerdas de jabalí. El marqués de Ségur se ha encargado de recoger los detalles protocolarios para un acto como este y viejos pergaminos de tiempo del Rey Sol han sido revisados para comprobar que todo marcha correctamente.
El humor de Napoleón esa mañana es más que notable y ya ha probado la corona sobre la cabeza de su mujer Josefina. Llega el momento. El cortejo pone rumbo a la catedral acompañado por una tremenda muchedumbre entusiasmada, no en vano, las gentes estaban acostumbradas a la vida libre en la que no había pompas religiosas, tras avistar el cortejo del Papa precedido por un monje rien todos. Los soberanos montan en una carroza equipada de espejos, oro, acolchada de terciopelo blanco y coronada de águilas coronadas.
Vestido con un manto imperial a la antigua usanza avanza hacia el altar mayor conduciendo a una Josefina, que con sus hábiles afeites dota de una cierta gracia al acto.
El papa está sentado, rodeado por los cardenales. Suena el órgano y el rumor de los rezos invade todo el templo, toda la gente espera ansiosa el arrodillamiento de Napoleón ante el papa para poder ser coronado, el hombre al que aún nadie ha visto inclinar su cabeza toma la corona del altar y se corona a sí mismo, acto seguido, corona a Josefina, arrodillada ante él.
Sólo el Papa había sido informado de este cambio de última hora y no tuvo valor para impedirlo, pero aunque siempre recordaría esta afrenta y haciendo de tripas corazón procede a ungir y a bendecir a la pareja imperial y legitima el acto.
Faltan las referencias
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