El genio escultórico de Miguel Ángel
Michel Angelo, scultore florentino, así firmaba. Este gigante, solitario y extraño, era florentino. De Giotto a Miguel Ángel mediaron dos siglos de suave belleza toscana, de nobles y exquisitas creaciones. Parecía que ninguna persona podía romper aquel encanto. Masaccio, el único que, en su país, vio la belleza real de las cosas, moría cuando apenas había empezado su carrera. De pronto aparece un titán en medio del idílico ambiente artístico de Florencia: lo que era un suave adagio se convierte en tempestuoso finóle.
Hoy no es posible forjarse ilusiones acerca del carácter y el genio de Miguel Ángel. Se conocen perfectamente su persona y sus actos; se tienen sus cartas: las que él escribiera y las que recibió; nada ilustra tanto como esta correspondencia para que pueda entenderse completamente su espíritu. Carácter duro, de trato difícil, sus más caros amigos y parientes tenían que andar con sumo cuidado para no irritarle. "Dais miedo a todo el mundo, hasta al propio Papa", le escribe su amigo más íntimo, Sebastiano del Piombo. Es inútil que Miguel Ángel proteste y trate de excusarse en la respuesta: sus cartas le denuncian; a su padre y a sus hermanos unas veces les colma de caricias, y otras, amargado por sus propios dolores, les contesta bruscamente, como despidiéndolos para siempre.
Solo, sin nadie, hace su camino; el largo camino de su travagliata vita. Es como un Beethoven, a quien, además de sus propias miserias y fatigas artísticas, se le cargara a cuestas un mundo de errores ajenos y tuviera que purgar los pecados de todo un siglo. ¿Qué culpa tenía él de que Bramante dejara en ruinas el viejo templo de San Pedro, sin haber trazado definitivamente el plan de la iglesia nueva del Vaticano? ¿Por qué había de ser la víctima de la vanidad de los papas, inconstantes en sus deseos, pero atentos a la misma idea de explotar su genio, de hacerle trabajar sin descanso, para procurarse también ellos, con sus obras maravillosas, la inmortalidad?
Miguel Ángel no puede atender a tantos encargos, y al fin toma ya por sistema el dejar las obras sin concluir. ¡Cuántas veces desfallece su gran ánimo, sobre todo en los días difíciles de la dirección de las obras de San Pedro!../'Si pudiera morir de dolor y de vergüenza, ya no estaría vivo", dice, lleno de desesperación, en una de sus cartas. Esto es lo que hace hoy estimar tan particularmente a Miguel Ángel; era un misántropo, pero sus dolores, sus tormentos, tenían por origen la conciencia del propio deber.
¡El arte, dura carga, terrible facultad que le obliga con los hombres! Así pasa exasperado por el mundo, insultando a veces a las gentes, como cuenta la anécdota que le ocurrió cierto día, al encontrarse con Leonardo por la calle, a quien echó en cara sus errores en forma del todo inconveniente. Leonardo y Miguel Ángel eran demasiado grandes para entenderse.
No faltan los datos biográficos, pero sucede con estos grandes genios que siempre se desearía saber más. El principal elemento de juicio son sus obras, conservadas aún en su mayor parte, esculturas y pinturas; la correspondencia, reunida por un sobrino, que convirtió su casa en un santuario dedicado a su recuerdo, y sus versos; porque Miguel Ángel, especialmente en sus últimos años, se dejó dominar por un extraño estro poético. Propiamente biografías suyas contemporáneas no se redactaron más que dos: la que incluyó Vasari en su libro, y otra, que es la fundamental, escrita por un tal Ascanio Condivi, de la cual Vasari copió muchos párrafos casi al pie de la letra. La biografía de Condivi se publicó en vida de Miguel Ángel; el gran artista parece haber corregido el texto, o por lo menos lo conocía, antes de publicarse. En ella resplandece la más absoluta veracidad.
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